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Sabía que no bastaba con decir que había aprendido muchas cosas sobre el cine desde que rodó hace un par de años su último cortometraje. No podía ser realmente consciente de su aprendizaje y creía que había llegado el momento de examinarse a sí mismo. Maticemos sus enseñanzas. Poseía una inclinación natural hacia el realismo, hasta el momento se había acercado a él intuitivamente, pero ahora estaba convencido de que era el motor que hacía avanzar la historia del cine. En realidad creía que el realismo conducía el cine a sus orígenes, hacia lo que imaginaban que podría llegar a ser el cine algunos hombres antes de los hermanos Lumière: la reproducción total de la vida. Un día, dándole vueltas a sus ideas descubrió que la verdadera importancia de los directores que marcaban un antes y un después en la historia del cine consistía en haber sabido dar un paso más hacia el realismo. Como decíamos, él había aprendido las reglas del realismo de un modo innato: sabía que necesitaba de los actores, de las localizaciones, de la puesta en escena, de la iluminación, de la dirección artística y del montaje. Era consciente de que, por lo contrario a lo que creen muchos, en un plató se podía hallar mucho más realismo que en plena naturaleza. Sólo había que seguir las reglas del juego. Otra de las cosas fundamentales que había aprendido era que la cámara no debía nunca adelantarse a los hechos, que el público debía ser siempre sorprendido. Pensaba que no saber situar la cámara a la distancia adecuada equivalía a escribir con faltas de ortografía, y estaba ansioso por comprobar si él las cometería. De lo contrario a lo que antes creía, se dio cuenta de que el plano general era más dramático que un primer plano. Un día, preguntándose cómo podría hacer para que el espectador se enamorara realmente de su personaje comprendió por qué Anna Karina miraba a cámara. Sabía que con la práctica aprendería a afinar el ritmo de la acción. Últimamente andaba metido en una teoría sobre la elevación de la realidad, le gustaba comparar ese descubrimiento al de la gravedad, podía ser la pieza que le faltaba por encajar. Acababa de entender la naturaleza de la subjetividad en el cine, de ese segundo motor, el de las emociones. Necesitaba reflexionarlo todo otra vez de nuevo, volver a ver todas las películas. Esperaba el día en que se diera cuenta de que en realidad, tales reglas del juego no existían.

Ich Bin Enric Marco

El caso de Santiago Fillol y Lucas Vermal, y su documental  Ich Bin Enric Marco, es un ejemplo claro del estado del cine en Barcelona. El problema es que un filme que arranca desde un planteamiento pesado y previsible solo puede brillar en el esquivo de los tópicos a los que se enfrenta.  Enric Marco, que sufre de una lapidación mediática al descubrirse que tras el hombre que sobrevivió a los campos de concentración nazi se esconde un farsante que relató durante años experiencias que jamás vivió en primera persona, emprende un viaje hacia los espacios en los que su verdadera historia se cruza con los de su relato ficticio.

La película no nos sorprende hasta alcanzar, en su segunda cuarta parte,  unas secuencias en las que se nos muestra a Enric Marco interactuando con la sociedad alemana, en la búsqueda de su compañero de “batallas” de la Alemania de 1941. Es entonces cuando el tema principal se convierte en un fuera de campo y lo que presenciamos es a un hombre más o menos entrañable de peculiar personalidad que crea a su alrededor una serie de situaciones alguna de la cual podría haber sido escrita por el mismo Berlanga -como es el caso de la divertida secuencia en la que un vecino alemán le invita a entrar en casa y él trata de explicar a su familia qué es lo que está haciendo allí, algo que pronunciado por él mismo resulta muy cómico, pues parece algo absurdo-. Es en este tipo de secuencias en las que realmente el espectador comprende quién y cómo es Enric Marco -si es eso lo que pretende el documental, que el espectador comprenda a este hombre para poner punto y final a la cruzada que los medios de comunicación han emprendido en su contra-. El tono cómico alcanzado, consecuencia de la doble moral de los realizadores, violenta a su vez al espectador, como si de un filme de Todd Solondz se tratase, creándose una extraña relación entre el público y la película que parece inspirada en la propia Storytelling.

Pero traspasada la mitad del metraje, el documental vuelve a su tono inicial, a su planteamiento previsto, y entendemos entonces que estas secuencias habían sido causadas por el azar y la improvisación, pues así lo delata su puesta en escena, y que no eran más que un espejismo de lo que podría haber sido un filme que habla de un farsante, justo cuando estábamos empezando a pensar que quizá inteligentemente esta película no estaba haciendo más que entrar en el juego de la farsa.

Inevitablemente acabamos siendo testigos del dolor que le produce a todo ser humano revivir en el espacio de su tragedia, del discurso de un hombre que argumenta porqué no debe pedir perdón a la sociedad para la que ha estado actuando, y del movimiento de cámara que busca su reflejo en el espejo para remarcar al espectador de la última fila, por si se había dormido, que estamos ante un filme que pretende desenmascarar a nuestro hombre. Los nuevos tópicos del documental y también de la ficción de autor que lamentablemente sus creadores no han sabido esquivar desde un principio. Pues la película se inicia con la imagen de unos árboles, la imagen de la realidad, y acto seguido la de esos mismos árboles enmarcados por el agujero de una pared, el artificio del cinematógrafo. Gracias por ser tan transparentes, ¿acaso no podrían empezar así todos los filmes realizados?

El estado del cine en Barcelona es este. La mayoría de las películas que se producen desde aquí están pensadas con la cabeza, y en teoría no hay nada que reprocharles. Películas acogidas con los brazos abiertos por críticos sedientos de una nueva ola de realizadores a los que retroalimentar. Pero -y éste es un tópico del que me sirvo para entrar en el juego- no olvidemos que las películas que nos emocionan, cuyas imágenes queman de por vida nuestras retinas, son las que, además, están pensadas con el corazón. El cine producido en Barcelona necesita urgentemente verdades como templos para poder madurar. Y los críticos no le están haciendo ningún favor a sus amigos los realizadores. Es triste.